Amalia
Betancourt había conseguido dos cosas que la extensa familia Egusquiza
consideraba casi un milagro: apaciguar al fogoso coronel Ulises y mantener la
tradición de la reunión navideña anual.
El
coronel Ulises, a punto de entrar en la cincuentena, disfrutaba, por primera
vez, de una equilibrada madurez emocional de la que siempre había adolecido. Lo
que no habían logrado dos esposas e intentado sin éxito diversas amantes (más o
menos oficiales) lo había conseguido una bibliotecaria de maneras comedidas.
Así
que cuando murió el bisabuelo y Amalia se presentó voluntaria para organizar la
navidad Egusquiza, él la apoyó sin fisuras.
«Es
evidente que Amalia pretende compensar así la mala relación que tiene con sus
padres». Justificaba el coronel Ulises entre los oficiales del cuartel. Y
es que los Betancourt eran una saga de prominentes investigadores que no perdonaban
a su díscola hija única haber desoído la sagrada llamada de la ciencia.
El
caserío Egusquiza quedaba lejos de donde vivían. Amalia solicitaba vacaciones
sin sueldo y se instalaba allí a inicios del mes de diciembre. Él iría cuando
tuviera permiso. Ulises vivía aquel tiempo de ausencias y reencuentros con el deleite
de un primer amor.
Ventanas
abiertas, aire fresco, agua, jabón, congeladores y neveras en marcha, vinos y
espumosos volvían a llenar la bodega, adiós polvo, fuera telarañas. El caserón
despertaba del letargo poco a poco. Llegaba el camión de la leña. Arantxa, la
electricista del pueblo vecino, instalaba las luces de Navidad en el tejado. Gorka y hermanos adecentarían el jardín.
Cuando
llegó Ulises, el primer domingo de mes, la encontró atareada contando sábanas.
Carraspeó un poco (no quería asustarla), sin decir nada le pasó la mano por la
cintura y le dio un tierno beso en el cuello. Era un hombre de acción, no de
palabras melindrosas.
—¿Inauguramos
la chimenea del salón, cariño? No vaya a ser que este año el fuego ya no
caliente como siempre —bromeó ella de excelente humor.
Juntos
frente al hogar, Ulises le hacía un recuento de la lista provisional de la tropa
Egusquiza que ya había confirmado su asistencia: Treinta y cuatro adultos, doce
criaturas de edades diversas, siete perros y su cuñado Manolo.
Le
explicaba la batalla desatada en su escritorio con la incesante marea de mensajes
de parientes. Compartía con ella las noticias que le llegaban de todas partes
del mundo. Óbitos y nacimientos; nuevos romances y desamores rubricados ante
notario; golpes de buena suerte y reveses de la fortuna. Con toda aquella
información estaban aseguradas largas horas de charla en las sobremesas
navideñas.
A
mediados de mes, Ulises apreciaba en Amalia un brillo de felicidad traslucida (esa
que se intuye más que se muestra) que la convertía en una mujer de atractivo
arrebatador.
—¿Un
maratón de cine? —proponía él, cuando el sol se ocultaba tras las montañas.
Empezaban
siempre con una de acción o aventuras. Se reían de los muertos de pega y de la
violencia coreografiada. Luego una comedia, algo ligero, para acompañar la
cena. El placer culpable de Ulises era acabar con una película de tema navideño,
horneada en salsa de lagrimones. Ella aceptaba a regañadientes: «Menudo montón
de paparruchas tendré que aguantar». Y fingía no saber que sería él quien más
lloraría de los dos.
A
una semana de las celebraciones, llegaba la cuadrilla. Había comenzado siendo un
plan de contingencia. Tres hijos de un sobrino en segundo grado, los Aguinaga Egusquiza,
que se habían ofrecido a colaborar, a cambio de un aguinaldo, para poder pagarse
los planes del fin de año. La oferta mercenaria se había convertido en sincero
vínculo familiar con el paso del tiempo.
El
coronel Ulises, que cuando su primera esposa insinuó un hipotético embarazó
tuvo un ataque al corazón del espanto, disfrutaba de aquella paternidad temporal.
En especial cuando se iban a esquiar a la estación de San Isidro, aparcando por
unas horas sus tareas, para quemar las futuras calorías de las comilonas
familiares.
El
día antes de llegar los primeros parientes, encontraron en el buzón una
felicitación de Navidad. Era una postal de los Betancourt con un impersonal
texto impreso. Adjuntaban un certificado con una donación hecha a nombre de
Amalia para una entidad sin ánimo de lucro que investigaba algo para mejorar el
mundo.
Aquello
era de una beligerancia nada disimulada. Amalia pareció no darse por aludida,
en cambio, al coronel se lo llevaban los demonios.
Hacía
media hora que la hermana de Ulises había enviado un mensaje: «Llegamos en treinta
minutos». Cuando el guerrero que Ulises llevaba dentro estalló:
—Alguien
tendría que explicarles a tus padres lo que es la Navidad. Esos no entienden ni
de paz, ni de concordia, ni de leches.
—Menudas
paparruchas dices. ¿Tú te oyes? ¿Paz y concordia? Son palabras huecas.
—
La Navidad —insistió Ulises— va de estar con la familia.
—¿Va
de aguantar a tu cuñado Manolo? Porque si eso es la Navidad, a mí que me
borren.
Ulises no soportaba que Amalia se pusiera tozuda. Lanzó su
respuesta casi sin pensar:
—
Va de perder una tarde juntos delante de una chimenea encendida y saber que no
querrías estar en ningún otro sitio; va de ir a esquiar con la cuadrilla; va de
compartir las cosas buenas y malas de la familia; va, va, …
—¿Quieres
decir que va de preguntar si estas resfriado, fingiendo que no me doy cuenta que
tus lágrimas son por una película ñoña? —dijo con fingida candidez.
Ulises
se quedó sin palabras, la mirada de Amalia lo decía todo. Sonrieron al unísono. Firmaron la paz con un beso.
Amalia tampoco era mujer de palabras melindrosas.
Frenos
de coche, un bocinazo, puertas que se abren, voces familiares que dicen alegrarse
por estar de nuevo juntos.
—¡La
ostia, cuñao! ¡Qué cara de alelao tienes hoy! Parece que le hayas visto las tetas a la Virgen María. Juas, juas, juas.
El
coronel Ulises pensó que la Navidad era un tiempo de milagros pero que, al
cretino de su cuñado Manolo, no lo arreglaba ni Dios.